Hoy, Domingo en que el Evangelio nos narra la Resurrección del Señor, iniciamos
el tiempo litúrgico de la Pascua que se extiende por cincuenta días para finalizarlo
el domingo de Pentecostés, y que está caracterizado por las diversas apariciones
de Jesús a sus discípulos.
Para llegar hasta aquí, hemos hecho un recorrido de 40 días llamado Cuaresma,
donde la Iglesia nos propuso la oración, el ayuno y la caridad como elementos que
nos ayudaron para prepararnos a la gran celebración de los cristianos: la
resurrección del Señor, a través de la cual Él ha vencido a la muerte y nos ha dado
vida eterna.
En la celebración del Domingo de Pascua aparece en escena una mujer, María
Magdalena, que va al sitio donde habían sepultado a Jesús, y encuentra removida
la piedra que tapaba la entrada. Ella corre presurosa y da aviso a los discípulos,
quienes se ponen en marcha para corroborar la noticia.
Al llegar al lugar, Simón Pedro y el otro discípulo, contemplan la escena: ven los
lienzos puestos en el suelo y el sudario, pero no está el cuerpo de Jesús. El
Evangelio dice que el otro discípulo “vio y creyó”, es decir, en ese momento pudo
comprender las escrituras y lo que el Maestro les había anunciado: que resucitaría.
Hoy la Iglesia proclama una buena noticia: Jesús está vivo; ha resucitado; ha
vencido a la muerte. Este es el mensaje central de la Palabra de Dios de este día.
Por eso los cristianos “no anunciamos teorías ni opiniones personales; hablamos
del misterio de la Iglesia. No hablamos de nuestras ideas ni de nuestras formas de
pensar” (Homilía de Mons. Oscar Efraín en la Misa Crismal) sino que recibimos y
compartimos los testimonios de los testigos directos que “vieron a Jesús resucitado
y creyeron en Él”.
La primera lectura (Hechos 10, 34.37-43) nos presenta tres elementos que fueron
fundamentales para los primeros cristianos, para creer en la resurrección de Jesús:
la efusión del Espíritu Santo, el cumplimiento de las Escrituras y la misión.
Un hecho que marca la vida y el ministerio de Jesús fue su bautismo: se oyó una
voz que decía “Este es mi Hijo, escúchenlo”. Fue también el Espíritu quien lo
condujo al desierto para prepararse a desarrollar la misión encomendada por el
Padre: dar a conocer el amor de Dios por nosotros. De manera que fue este Espíritu
quien hizo posible su resurrección.
En varias ocasiones el Maestro les anunció a sus discípulos que iba a morir pero
luego resucitaría. Ellos no le creyeron, y sus ojos se abrieron hasta que tuvieron un
encuentro con Él ya resucitado. En ese momento reconocieron que se habían
cumplido las Escrituras.
Finalmente Jesús les encomendó continuar su misión. Y como dice San Pablo “si
Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra predicación, y vana también
nuestra fe” (1 Cor 15,14). ¿Cómo iban a continuar las obras del Señor si todo
terminó para Él con la muerte? El trabajo en la Iglesia continúa porque Dios está
vivo.
Ahora la pregunta que podemos hacernos es ¿dónde podemos encontrarnos con el
Resucitado?, ¿dónde buscar al que vive?, ¿cómo podemos también nosotros “ver
y creer”?
Podemos encontrarnos con Jesús vivo en las Sagradas Escrituras que son Palabra
de Dios viva y eficaz, en los sacramentos que comunican la vida de Dios, en la
comunidad de los bautizados, en las personas de buena voluntad que con un
corazón sincero y recto viven una vida honesta, en las periferias existenciales (como
nos dice el Papa Francisco), es decir, en los alejados y pobres podemos encontrar
el rostro de Jesús.
“Les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40) dice el Evangelio.
Esta es la misión que tiene todo cristiano: anunciar con su palabra, con sus obras,
con su testimonio lo que ha visto y lo que ha creído, es decir, que Dios está vivo,
que camina con nosotros, entre nosotros, que va a nuestro lado. El mundo necesita
también “ver y creer”, pero solo será posible si nos encuentra alegres,
comprometidos y trabajando por la construcción del Reino de Dios.
Estimado lector, felices pascuas de resurrección!
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