“Hemos creado esta fecha negra que se llama Día de Muertos, pavorosa como el dolor, obscura
como el recuerdo…¿Quién no lleva un panteón dentro del alma?” (J.J.T).
Desde tiempos ancestrales, la muerte constituye uno de los distintivos culturales de
mayor presencia entre los mexicanos. Nos acompaña en la vida cotidiana desde la infancia
a través de las leyendas de espantos, canciones, corridos y pregones. La muerte y las
calaveras, están presentes en la lotería mexicana cuando el gritón menciona: Al pasar por el
panteón me encontré una calavera…la muerte tilica y flaca, la muerte siriquisiaca,
sentada en su buena estaca.
Durante los días de fieles difuntos y todos los santos, cuando el silencio reina en los
cementerios saboreamos las calaveritas de azúcar y el pan de muerto. Los mexicanos
comemos, reímos, amamos, celebramos, bailamos, jugamos, cantamos, vestimos y nos
emborrachamos con la muerte. Como lo menciona el poeta Octavio Paz nuestro culto a la
muerte es también tributo a la vida.
Primero muerto que me abandones
Entre canciones de amor y muerte surgen elementos sentimentales o románticos
que reclaman sacrificio a cambio de felicidad. El amor hacia lo femenino implica también
una buena dósis de tormento, ansiedad, angustia y desesperación. Lo dice el compositor
Belisario de Jesús García Morir por tu amor,/que dicha ha de ser,/morir por tus ojos
divinos/que son la expresión de placer./Morir, sí morir,/canta el ruiseñor,/que todo en la
vida,/es amor, amor, amor. Algo parecido invocan los Cancioneros Acosta en su tema
Morir Soñando, grabado en 1929: Morir soñando por tu amor,/es lo que quisiera,/y a que
la muerte fuera consuelo a mi dolor.
Los mexicanos no tememos a la muerte. Incluso la desafiamos en cualquier terreno
y tenemos duda de su existencia y de las noches de ánimas en pena. “Me encontré con la
huesuda,/creyendo que era la muerta,/creyendo que era la muerte,/me encontré con la
huesuda,/me dijo la testaruda,/ no bebas el aguardiente,/vas a morir de una cruda,/que triste
será tu suerte.”
La huesuda, pelona o esqueleto panteonero representan las fuentes más ricas de
inspiración para algunos los compositores vernáculos. La muerte transita constantemente en
las páginas del cancionero popular mexicano: Viene la muerte luciendo,/mil llamativos
colores,/ven dame un beso pelona,/que ando huérfano de amores. Entre burlas y retos el
valiente le busca ruido al chicharrón, incluso la provoca: Se va la muerte cantando, por
entre la nopalera,/en que quedamos pelona me llevas o no me llevas. No le temo a la
muerte,/más le temo a la vida,/como cuesta morirse,/cuando el alma anda herida.
Los casados se juran fidelidad y amor hasta que la muerte los separe. La eternidad
afectiva, se transforma en fantasma y surge versificada en los tranquilos valses, boleros
norteños y corridos o tragedias donde la pasión y regocijo se prolongan hasta el infinito:
Que nos entierren juntos,/en la misma tumba,/y de ser posible en el mismo cajón,/que
estemos frente a frente,/para darnos besos,/y que eternamente,/ya después de
muertos,/gozar nuestro amor.
La vida no vale nada
El muerto al pozo y el vivo al gozo. Los mexicanos no deseamos mal a nadie pero
por si las moscas, hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi comadre: Espérame en el
cielo corazón,/si es que te vas primero,/espérame que pronto yo me iré,/ahí donde tu estés.
Entre nubes e inframundo, esta canción formó parte de la picardía y buen humor de los
victorenses del siglo pasado, cuando parafraseaban: Espérame en el Cero corazón, es decir
allá en el Cementerio del Cero Morelos.
En medio del jolgorio, danzas, música y cantos del Xantolo de la huasteca potosina,
la muerte y la vida amenizan la fiesta de difuntos en una misma máscara. Vale mencionar
que esta festividad de temporada, propia de algunos municipios de Veracruz, Hidalgo y San
Luis se difunde cada día más en Tamaulipas.
Se lo cargó el payaso
La memoria es una fosa común habitada por muertos. En México la muerte es
dolor, luto, veladoras y coronas de flores pero también celebración en frases y palabras.
Difícilmente podemos encontrar en otro país, la abundancia del lenguaje y expresiones
culturales alusivas a la parca. Cada región, la identifica en sus propias palabras,
modalidades y códigos. En el diccionario sobre culto a la muerte, existen cuando menos
cien maneras anti solemnes de citarla. Huesuda, tilica, parca, patas de catre, se lo cargó el
payaso, chupó faros, colgó los tenis, le dieron chicharrón, pasó a mejor mundo, catrina,
siriquisiaca, calaca, ya le tocaba, pelona y dientona. Lejos de evocar tristeza, este léxico
refleja el humor y picardía que incrementa la veneración a un personaje inspirador de
miedo.
De la fiesta religiosa y misas de réquiem transitamos a la imprenta de Antonio
Vanegas Arroyo, donde el talentoso grabador hidrocálido José Guadalupe Posada (1852-
1913) sin pretenderlo convirtió la muerte en figura representativa del arte y cultura
popular. Pasados los años de su creación la Catrina Garbancera se convirtió en imagen de
culto y elemento de crítica social, respecto a las desigualdades durante el porfiriato.
Entre hojas de colores, prensas y tinta nacieron las calaveras del montón, el jarabe
de ultratumba, los ciclistas en la alameda, don Quijote de la Mancha, el comelitón de
calaveras, las calaveras maderistas y zapatistas, la calavera coronela y otros personajes que
circularon democráticamente por las calles y plazas públicas de la capital del país. A ciento
diez años de su fallecimiento, Posada permanece vigente y cada día adquiere más vida
durante la festividad de difuntos.
Por sí misma, la imagen de La Catrina es una generosa aportación de la cultura
mexicana a la celebración funeraria. Incluso se suma a la tradición terrortífica y brujas del
halloween de origen céltico. Gracias al pintor Diego Rivera, su imagen emergió del mural
Un Domingo en la Alameda para personificarse, convertirse en espectáculo y deambular
con su vistoso atuendo y maquillaje por todos los rincones del territorio mexicano.
El pan de muerto
Al pan pan y al vino vino. No hay fiesta de difuntos sin flor de zempalsóchitl,
calaveritas de azúcar, altares tradicionales, calabaza en tacha y pan de muerto. La comida y
antojitos mexicanos, están presentes en las ofrendas de muertos, para darle gusto al gusto.
No importa que las sepulturas estén llenas por consumir grandes cenas.
El pan de difuntos, representa una muestra clara de la fusión gastronómica mestiza
entre las culturas europea y mexicana. Igual que las calaveras de azúcar, el pan de muerto
se asocia con el alimento para la subsistencia y significa las cosechas temporales de trigo y
caña de azúcar. Aunque se le atribuyen orígenes prehispánicos los primeros panes de
muertos elaborados con trigo para las ofrendas fúnebres, surgieron en forma de corazón,
órgano de vida y placer en cada mordida. Acerca de este alimento existen noticias de su
presencia al menos desde finales del siglo XIX, pero es probable que su elaboración se
remonta años atrás. La costumbre de consumirlo en día de Todos Santos o fiesta de los
difuntos proviene de los estados de Oaxaca, Michoacán, Morelos y Puebla.
En 1906 el cronista Tick Tack del periódico El Universal se quejaba de la
decadencia de este bizcocho “Ya no hay pan de muerto de ser servido en una mesa en una
mesa decente. El que compré en una firma acreditada resultó masacotudo, insípido y frío.
¿El aceite de algodón? ¿A la falta de manteca de cerdo? ¿El precio fabuloso a la falta de
huevos? ¿La mala calidad de las harinas? ¿La carestía de muchos ingredientes?…todos
tienen color y sabor a química popular.”
Caldo de huesos con sopa de letras
En la literatura mexicana la muerte es principio y fin. Las calaveras literarias en
verso aportan intelectualmente un enfoque humorístico al tema. Sin faltar la representación
de la obra Don Juan Tenorio de Zorrilla y la película de Macario de B. Traven. Muerte Sin
Fin de José Gorostiza; Nostalgia de la Muerte de Xavier Villaurrutia; La Muerte Tiene
Permiso de Edmundo Valadés y La Muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes elevan este
tema a la metafora y reflexión.
Para Octavio Paz la muerte representa “…un espejo que refleja las vanas
gesticulaciones de la vida.” Villarrutia tuvo una extraña obsesión o placer en sus escritos
sobre la muerte. Consideraba que no significaba el fin de la vida porque “Para vivir la
muerte, ¡he muerto a todas horas!” (El Nacional/1891/11/05; El Universal/noviembre
11/1906.)
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