Hola, ¿qué tal? Te saludo con mi enorme deseo de que te encuentres maravillosamente, que estés
muy plenamente.
Los seres humanos somos auténticamente Seres de Luz con tres trascendentales: verdad, bondad y
belleza.
Pese a ello, a través de mi práctica en intervención psicotanatológica he descubierto que cuando las
personas pasamos por momentos tristes, dolorosos, de angustia, de coraje, de miedo, de
desesperación, de culpa, llegamos a sentir y creemos firmemente que la oscuridad es mucho más
grande que la luz.
Algo relacionado con esto me sucedió cuando disertaba una conferencia.
Mientras yo explicaba lo que acabas de leer -que los seres humanos somos seres de luz- una de las
personas asistentes, una buena mujer, muy comprometida y sumamente dedicada a su labor
profesional, me preguntó: “¿qué sucede cuando la oscuridad es más grande que la luz?”
Con voz templada pero con firmeza, le contesté: “¡Imposible, no se puede!”
Seguí abundando: “no es posible, porque la oscuridad sólo es ausencia de luz, y la ausencia de luz
jamás podrá ser mayor que la luz misma”.
Entonces enfaticé: “¡así que eso es imposible, no se puede!”.
La mujer en cuestión se encontraba en un estadio que si bien puede definirse como “pasajero”, no
deja de ser sumamente intenso.
Dicho estadio se denomina “sinsentido”.
En los momentos en los que incurrimos en el sinsentido, se puede presentar también algo que se llama
“desesperanza”, a la que yo defino como el conjunto de emociones y sensaciones que se manifiestan
en el ser cuando cree que nadie le espera, que espera a nadie; que nada le espera, que espera nada.
Cuando en alguna clase o conferencia le pido a alguien que sólo por unos instantes se dé permiso de
pensar libremente cómo siente tan sólo de tener en su mente que nadie le espera, que espera a nadie;
que nada le espera que espera nada, múltiples veces me han expresado que el sentir es altamente
desagradable.
¡Claro que es desagradable!
¡Es la desesperanza! ¡Es la muerte de la esperanza!
¡Es la muerte misma!
Es continuar con el corazón palpitando, pero solamente existiendo: ¡sin vivir!
Vivir es otra cosa, es disfrutar, es aprender, es sentir cada momento, cada instante.
Cuando la mujer de mi anécdota conversó conmigo, entre otras cosas para solicitarme una sesión de
intervención psicotanatológica, desde mi muy subjetiva interpretación, me di cuenta de su mirada
sombría, su rostro pálido, su voz temblorosa y, por supuesto, de sus discretas pero muy sentidas
lágrimas.
Posteriormente, entre llantos y con voz quebrada me relató el modo en que ya dos veces había
atentado contra su vida.
Me dijo: “¿qué caso tiene seguir aquí?”; “estoy tan cansada, tan desesperada. ¡Como quisiera dejar
de sentir este sufrimiento!”.
¿Cómo puede encontrar ella sentido a su vida?
Sin que ella lo percibiera, la muerte estaba presente en su ser, y creo que de muchas maneras.
Además, ella se percataba de que, como refiere Corless (2005, p.198) “para mi profundo horror,
descubrí que la vida realmente continua. La mañana después de tu muerte salió el sol, el día comenzó
igual que cualquier otro y la gente irreflexiva se levantó de sus camas y fue a trabajar.”
Había entre otras situaciones, la muerte de su padre; la de su abuela materna (con quien convivio
ampliamente); las continuas discusiones con su esposo –que son también una forma de morir de
alguien a quien se ama.
También el deseo de estar más tiempo cerca de su hijo, porque su fatiga por razón de su trabajo y sus
actividades domésticas era tal, que estaba desde hace mucho tiempo en la anhedonia, que es la pérdida
de interés o satisfacción en actividades o situaciones que antes generaban a la persona un alto grado
de placer.
Ella se preguntó múltiples veces “¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?”
Considero, por lo que ella mencionaba repetidamente en sus sesiones, que llegó a un momento al que
yo denomino “metaincomprensión”.
Al principio de un proceso de duelo, la persona no entiende cómo es lo que le está sucediendo.
Después, son tan repetidas las preguntas y tan ausentes las respuestas (al menos con un sentido
congruente o lógico), que se llega a un nivel en el cual ni siquiera se comprende cómo es que no se
comprende; la incomprensión de la incomprensión: ¡metaincomprensión!
No poseo un dolorómetro, enojómetro ni miedómetro (o algo así) que me permita corroborar
cuantitativamente algo que desde mi muy alta subjetividad he descubierto: “la carencia de respuestas
con sentido, suele ser más intensa, en ocasiones, que el desarmonizante sentir de la pérdida misma”.
Es el displacentero concebir de la muerte estando en plena vida.
Porque la muerte es así, un continuo de la vida.
Porque es imposible hablar de la vida sin hablar de la muerte; y es imposible hablar de la muerte sin
hablar de la vida.
Aunque comprendo su inherente vínculo con la muerte, a mí francamente me gusta mucho más hablar
de la vida, y cuando hablo de la muerte, lo hago con un propósito.
Como lo cito en el libro de mi autoría llamado ¿Por qué a mí?:
“¿Para qué hablar de la muerte? Lo hago no por la muerte en sí, sino por estar consciente de que ella
es parte de mi vida. No es el hecho de ver a la muerte como el fin del camino, sino revelar que al ir
viviendo… me estoy muriendo. Descubrir que poseo vida y que tengo la posibilidad de transitar por
ella con calidad… ¡disfrutando!”
Te agradezco compartir conmigo y, por este momento, me despido de ti con fe y esperanza de que
pronto, muy pronto, nos vamos a volver a encontrar.
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