ESTADOS UNIDOS.- George Floyd se había contagiado de coronavirus, le habían despedido del trabajo como consecuencia de la pandemia y murió bajo la rodilla de un policía blanco.
La historia de este hombre de 46 años cuyo nombre y agonía han dado la vuelta al mundo se pierde en la selva de estadísticas que cuentan lo que hoy significa ser negro en Estados Unidos.
Medio siglo después del ocaso de las leyes de segregación, más de 150 años después de la abolición de la esclavitud, y logradas cotas tan simbólicas como la de un presidente afroamericano, blancos y negros no viven la misma vida y, en muchos casos, en sentido literal, no habitan el mismo trozo de tierra.
Los primeros siguen ganando más dinero que los segundos, gozan de mejor salud y tienen muchas menos probabilidades de acabar sus días en el suelo retenidos por cuatro agentes de policía, durante ocho minutos y 46 segundos mientras claman en público: “No puedo respirar”.
Ese fue el final de Floyd el pasado 25 de mayo en la ciudad de Minneapolis (en el Estado norteño de Minnesota), un caso de brutalidad policial que ha encendido la oleada de protestas contra el racismo más generalizada e intensa desde el asesinato de Martin Luther King, traspasando incluso fronteras.
Su nombre es el último de una larga lista de muertes incomprensibles a manos de fuerzas de seguridad, la manifestación extrema de un sesgo racista que sobrevive en el consciente e inconsciente de este país, un tipo de segregación distinta de la legal, económica en buena medida, que se mantiene con el paso de las décadas.







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