Cuando había una fiesta familiar tenía por costumbre llegar temprano, pararse en la cocina y a manera de saludo decir con su delantal doblado en el brazo, “¿qué hay que hacer?” Pertenecía a una larga estirpe de mujeres cocineras que gozan de gran prestigio en la región maicense de El Cañón, un lugar compuesto de diversas rancherías donde su fama e influencia viene de muchas generaciones atrás.
El asado, el mole, las papas con chile, las gorditas de horno, los tamales entre otras muchas delicias culinarias los preparaba de memoria, al cálculo, echando puños de esto y puños de lo otro, todo molido en metate y en molino de mano, nada de licuadora ni estufa, todos los ingredientes los tenía en la memoria, las cantidades, los tiempos de cocción.
Murió a los 90 años, caminando, sin hacer cama como se dice en el rancho, preocupada porque las borregas se habían salido del corral y no habían vuelto, matriarca de una casa habitada sólo por mujeres, donde ella fue cabeza de una familia compuesta por su nuera y sus nietas después de la ausencia de su hijo que las abandonó para quedarse a vivir en Estados Unidos.
Tía Julia conoció muchas veces el dolor y la pérdida, la más reciente, ver morir a una de sus nietas de COVID después de que todas en su casa lo habían superado. No era una mujer triste, siempre reía como las mujeres de su generación que saben que, a pesar de todo, la vida sigue.
La conocí en casa de mi cuñada Felipa hace mucho tiempo, nunca faltaba a los festejos familiares, siempre llegaba desde el rancho a ayudar, platicaba pausado, pero cuando se hacía cargo de las cazuelas y la lumbre todo mundo le obedecía, con su voz baja y su caminar pausado, estuvo ahí haciéndose cargo cuando murió Rosa y doña Felipa, cuando hacía falta, ahí estaba ella.
Desde el día en que me enteré de su muerte, he recordado muchos momentos donde coincidimos, pocas cosas platicaba, pero siempre contagiaba su ánimo, recordé también a tía Petra, esa gran cocinera que preparó el banquete de mi boda. Su presencia en las fiestas era un lujo, sus sazones eran codiciados en las grandes celebraciones rurales, mujeres que no necesitaron títulos de chef ni recetarios complejos, sino solamente el conocimiento ancestral de la cocina, heredado de generación en generación.
Ninguna de ellas era mi tía de sangre, pero era un título de reconocimiento y respeto, por sus saberes, su carga ancestral, por su autoridad moral y matriarcal.
Cuando alguien anciano muere, los roles familiares se mueven y las nuevas generaciones les toca tomar los lugares que quedan vacíos, por eso cuando los conocimientos se heredan quienes vienen a ocupar los lugares de quienes se van están entrenados para continuar el conocimiento ancestral, así, cuando le pregunté a mi sobrina Angélica que quién tomó el lugar de tía Julia a la hora de cocinar en su funeral me dijo “pues todas, nos pusimos a cocinar y entre todas fuimos completando las recetas, pero durante todo el proceso, en la cocina haciéndolo en silencio, a veces con lágrimas en los ojos descubrimos que ella estaba ahí dirigiendo, todas nos dimos cuenta y sin decir nada guisamos sabiendo que ahora nos toca hacer todo como ella nos dijo”.
Esta es quizá la mejor forma de preservar la memoria y honrar a tía Julia, por cierto, cuando llegó su cuerpo al rancho, las borregas ya habían regresado y la estaban esperando.
E-mail: garciasaenz70@gmail.com






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