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Salud mental, punto ciego nacional

Por: Rodolfo González San Miguel
mayo 5, 2024
in Opinion

 

El trastorno de la personalidad narcisista es enfermedad de salud mental. Quien la padece muestra aire de superioridad irrazonable, necesidad de ser admirado, cree merecer privilegios y espera que se reconozca su superioridad, aun sin tener logros, mismos que quiere hacer ver más importantes de lo que son. Tiene fantasías sobre éxito, poder y su inteligencia. Cree ser mejor que los demás y solo pasa tiempo con personas igual de “especiales” que le puedan comprender, criticando y menospreciando a quienes considera inferiores.

No acepta cuestionamientos y se aprovecha de los demás para lograr sus objetivos; es incapaz de reconocer las necesidades y sentimientos de los demás. Envidia a muchos y cree ser envidiados por el mundo. Se comporta con arrogancia, alardea sus “logros y proezas” hasta parecer engreído. Le cuesta trabajo interactuar y se siente menospreciado con facilidad. Reacciona con ira o desdén ante la crítica, da impresión de superioridad, mostrando su dificultad para manejar sus emociones.

Evita situaciones donde pueda ser criticado o fallar. Tiene sentimientos ocultos de inseguridad, vergüenza, humillación y miedo a ser descubierto como fracaso. Dentro del espectro narcisista existe la megalomanía. Quien la padece se comporta como si tuviera poder ilimitado y se molesta si alguien quiere restringirlo. No aprende de sus errores, peor aún, culpa a los demás (en especial sus adversarios, reales o ficticios) y a las circunstancias de lo que no resulta como ellos desean.

Desea ser querido y adorado por quienes lo rodean; si no es así, tiende a pensar que el problema reside en los demás. En la historia encontramos grandes tiranos y dictadores, narcisistas, megalómanos: Hitler, Stalin, Idi Amin, Mussolini, Napoleón, Hugo Chávez, Sadam Hussein, Fidel Castro y muchos otros convirtieron en realidad la frase atribuida a Luis XIV: “El Estado soy yo”, donde el dominio de quien ostentaba el poder era absoluto: reyes, príncipes, emperadores y nobleza en general, ungidos por la gracia divina y sustentados por el poder militar.

La llegada de la democracia en los siglos XIX y XX provocó conflictos; las guerras mundiales y sinnúmero de crisis en el mundo: Vietnam, los Balcanes, Golfo Pérsico, las Coreas, etc. Cada democracia es tan fuerte o débil como sus fundamentos cívicos, jurídicos y sociales. Si los gobiernos no dan resultados satisfactorios para los ciudadanos, la democracia se puede convertir en rehén de extremistas religiosos como en Irán, políticos de ultraderecha o izquierda, y oligarcas individualistas. Se vuelve tierra fértil para el crecimiento de líderes que prometen solucionar todo mal basados en su carisma, verdades a medias y mentiras facciosas, se proclaman salvadores, siendo los únicos capaces de resolver injusticias y graves problemas.

Todo cambia cuando llegan al poder: fomentan la división entre sus representados, crean problemas para ofrecer supuestas soluciones, intentan cambiar las leyes para no dejar el poder o tratan de hacerlo a través de sus elegidos para sucederlos. Persiguen sin piedad a sus “enemigos”: periodistas, partidos de oposición, organizaciones no gubernamentales y todo aquel que no comparta sus ideologías, basadas en el culto a sí mismos.

Muchos cambian su residencia a un Palacio digno de su “jerarquía”. Hace tres años, el autoproclamado país defensor de la democracia, EE. UU., estuvo en vilo por un intento de sedición a través de un ataque a su Capitolio, fomentado por el presidente Trump, quien se negó a aceptar el resultado adverso en las elecciones y estaba dispuesto a sacrificar la vida del vicepresidente para su propio beneficio.

López se autoproclamó “presidente legítimo” en 2006. Como presidente ha dicho: “no me vengan con que la ley es la ley” y que su “autoridad moral está por encima de la ley”, haciendo recordar los tiempos de la dictadura perfecta. La democracia es muy frágil y está bajo ataque.

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