El trastorno de la personalidad narcisista es enfermedad de salud mental. Quien la padece muestra aire de superioridad irrazonable, necesidad de ser admirado, cree merecer privilegios y espera que se reconozca su superioridad, aun sin tener logros, mismos que quiere hacer ver más importantes de lo que son. Tiene fantasías sobre éxito, poder y su inteligencia. Cree ser mejor que los demás y solo pasa tiempo con personas igual de “especiales” que le puedan comprender, criticando y menospreciando a quienes considera inferiores.
No acepta cuestionamientos y se aprovecha de los demás para lograr sus objetivos; es incapaz de reconocer las necesidades y sentimientos de los demás. Envidia a muchos y cree ser envidiados por el mundo. Se comporta con arrogancia, alardea sus “logros y proezas” hasta parecer engreído. Le cuesta trabajo interactuar y se siente menospreciado con facilidad. Reacciona con ira o desdén ante la crítica, da impresión de superioridad, mostrando su dificultad para manejar sus emociones.
Evita situaciones donde pueda ser criticado o fallar. Tiene sentimientos ocultos de inseguridad, vergüenza, humillación y miedo a ser descubierto como fracaso. Dentro del espectro narcisista existe la megalomanía. Quien la padece se comporta como si tuviera poder ilimitado y se molesta si alguien quiere restringirlo. No aprende de sus errores, peor aún, culpa a los demás (en especial sus adversarios, reales o ficticios) y a las circunstancias de lo que no resulta como ellos desean.
Desea ser querido y adorado por quienes lo rodean; si no es así, tiende a pensar que el problema reside en los demás. En la historia encontramos grandes tiranos y dictadores, narcisistas, megalómanos: Hitler, Stalin, Idi Amin, Mussolini, Napoleón, Hugo Chávez, Sadam Hussein, Fidel Castro y muchos otros convirtieron en realidad la frase atribuida a Luis XIV: “El Estado soy yo”, donde el dominio de quien ostentaba el poder era absoluto: reyes, príncipes, emperadores y nobleza en general, ungidos por la gracia divina y sustentados por el poder militar.
La llegada de la democracia en los siglos XIX y XX provocó conflictos; las guerras mundiales y sinnúmero de crisis en el mundo: Vietnam, los Balcanes, Golfo Pérsico, las Coreas, etc. Cada democracia es tan fuerte o débil como sus fundamentos cívicos, jurídicos y sociales. Si los gobiernos no dan resultados satisfactorios para los ciudadanos, la democracia se puede convertir en rehén de extremistas religiosos como en Irán, políticos de ultraderecha o izquierda, y oligarcas individualistas. Se vuelve tierra fértil para el crecimiento de líderes que prometen solucionar todo mal basados en su carisma, verdades a medias y mentiras facciosas, se proclaman salvadores, siendo los únicos capaces de resolver injusticias y graves problemas.
Todo cambia cuando llegan al poder: fomentan la división entre sus representados, crean problemas para ofrecer supuestas soluciones, intentan cambiar las leyes para no dejar el poder o tratan de hacerlo a través de sus elegidos para sucederlos. Persiguen sin piedad a sus “enemigos”: periodistas, partidos de oposición, organizaciones no gubernamentales y todo aquel que no comparta sus ideologías, basadas en el culto a sí mismos.
Muchos cambian su residencia a un Palacio digno de su “jerarquía”. Hace tres años, el autoproclamado país defensor de la democracia, EE. UU., estuvo en vilo por un intento de sedición a través de un ataque a su Capitolio, fomentado por el presidente Trump, quien se negó a aceptar el resultado adverso en las elecciones y estaba dispuesto a sacrificar la vida del vicepresidente para su propio beneficio.
López se autoproclamó “presidente legítimo” en 2006. Como presidente ha dicho: “no me vengan con que la ley es la ley” y que su “autoridad moral está por encima de la ley”, haciendo recordar los tiempos de la dictadura perfecta. La democracia es muy frágil y está bajo ataque.
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